La Theologia crucis
de la Beata Alexandrina en el contexto de la tradición mística cristiana

 

El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame
(Mc 8, 34)

Porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan
(1Cor 1, 18)

Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo. No hay que dormirse hasta entonces
(B. Pascal)

 

        En los días en que Juan Pablo II agonizaba tras una larga y dolorosa enfermedad ofreciendo al mundo un ejemplo de coraje y paciencia en el sufrimiento, un teólogo español, en una tertulia televisiva, afirmaba que aquella actitud de aceptación abnegada del dolor mostrada por el Papa podía interpretarse erróneamente como una exaltación y una reivindicación del sufrimiento como valor cristiano, cuando la misión del cristianismo – decía el teólogo – es precisamente erradicar el sufrimiento allí donde se encuentre. Tras este comentario – que no refleja una opinión aislada, sino toda una concepción eclesiológica muy próxima a la Teología de la Liberación –  late el convencimiento de que la misión de la Iglesia en el mundo consiste fundamentalmente en una redención material del hombre (supresión del hambre, las enfermedades, la guerra, las desigualdades, etc., en definitiva, del sufrimiento). No cabe duda de que la Iglesia tiene, entre los compromisos morales que se desprenden de la doctrina evangélica, la obligación de aliviar, en la medida de sus posibilidades, las situaciones de miseria humana allí donde se den. Por otra parte, así lo ha venido haciendo en sus veinte siglos de existencia mediante el sacrificio abnegado de muchos de sus miembros, sin que en no pocas ocasiones haya recibido por esta labor el más que merecido reconocimiento de parte de aquellos que, con una actitud obcecada rayana en la manía, se empeñan sólo en denunciar las sombras de la Institución más benefactora de la humanidad. Ahora bien, limitar el papel de la Iglesia a la ayuda humanitaria, como piensan muchos, supone olvidar que el hombre, aparte de cuerpo, tiene también un alma que necesita ser salvada. La doctrina católica ortodoxa no puede ser más clara: la salvación del hombre abarca la integridad de su ser, cuerpo y alma. Es precisamente en esta última donde se oculta impresa la imagen de Dios, y el cuerpo – así se demuestra en casos como el de Alexandrina – puede jugar un papel fundamental en el plan redentor de Dios.

 

        El dolor que experimenta el ser humano al entrar en contacto con la realidad que le rodea está en el origen del sentimiento religioso y es, en buena medida, uno de los primeros estímulos que despiertan la reflexión filosófico-religiosa. El escritor ruso Feodor Dostoievski, en una de sus luminosas intuiciones, consideraba el sufrimiento como la única causa del surgimiento de la conciencia. Una religión tan de moda hoy día en Occidente como el Budismo tiene entre sus verdades fundamentales la de que la vida es sufrimiento y que la felicidad consiste precisamente en la supresión de los deseos, que son su fuente. La tragedia griega, en su reflexión acerca del alma humana, constata que la historia del hombre está hecha de sufrimiento y que su destino está en manos de fuerzas ciegas contra las que es imposible luchar.

 

Pero nuestra sociedad moderna secularizada, que sólo entiende de placer y bienestar, siente horror ante cualquier forma de dolor y se enfrenta a él dándole la espalda, relegándolo al cuarto más alejado de la conciencia y sumergiéndolo en un sinfín de distracciones analgésicas que no siempre surten efecto. Su presencia en nuestra sociedad, sin embargo, se impone con una evidencia aplastante y tras siglos de reflexión filosófica sigue siendo el gran misterio.  Paradójicamente, mientras unos niegan la existencia de Dios esgrimiendo como argumento de mayor fuerza el sinsentido del sufrimiento de tantos inocentes - un misil contra la línea de flotación de la teodicea (¿podría existir un Dios sádico que disfrutara con el sufrimiento de sus criaturas?) –, otros, en cambio, se han encontrado con Dios en medio de una experiencia de dolor que les ha llevado incluso a descubrir que en las circunstancias más difíciles de la vida era la mano de Dios la que actuaba dirigiéndolo todo para el bien de los que Le aman. En realidad, no sirve de nada preguntarse el porqué del sufrimiento. «El sufrimiento existe, el Hijo de Dios ha querido vivirlo del modo más pleno posible; no ha dado ninguna explicación; ha venido, no para abolir el sufrimiento, sino para llenarlo de su presencia. Este es el misterio cristiano, esta es la luz que ilumina la historia del hombre[1].» 

 

        Con la pasión, muerte y resurrección de Cristo, un rayo de luz ilumina este misterio, por encima de planteamientos filosóficos que quedan restringidos al ámbito limitado de la inteligencia humana. Desde una perspectiva cristiana, el sufrimiento, el destino y la muerte adquieren sentido al vincularse al sacrificio expiatorio del Hijo de Dios sobre el altar de la cruz, que permite al hombre participar en su muerte y resurrección. En Cristo crucificado, Dios ha santificado («ha hecho santo») el sufrimiento, otorgándole una dimensión desconocida hasta entonces: «El sufrimiento humano ha alcanzado su cima en la Pasión de Cristo. Y al mismo tiempo ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unida al amor, a aquel amor que crea el bien obteniéndolo incluso del mal, obteniéndolo por medio del sufrimiento[2]

 

Toda mística cristiana es siempre una experiencia de raigambre evangélica que tiene como punto de referencia la enseñanza, vida y pasión de Cristo. Si no es así, puede que sea mística, pero no cristiana. El itinerario del alma a la unión con Dios es básicamente una conformación a la humanidad sufriente del Hijo, como testimonian doctores de la Iglesia tan calificados como San Agustín y Santo Tomás:

 

        — Per Christum hominem ad Christum Deum (San Agustín, Coment. al Ev. de Juan, XIII): «Por Cristo hombre a Cristo Dios.»

 

        — Christi humanitas via est qua ad divinitatem pervenitur (Santo Tomás de Aquino, Compendio de teología, 2): «La humanidad de Cristo es el camino para llegar a la divinidad.»

 

        Esa conformación a la humanidad del Hijo se da en una dinámica de «pasividad colaborante» por la que el místico se deja «moldear» y «acrisolar» por Dios en un fiat como el de Jesús camino de la Cruz.  «Es terrible caer en manos del Dios vivo» avisaba San Pablo[3], quien dirá también: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo a favor de su cuerpo, que es la Iglesia[4]», incorporando el sufrimiento humano al misterio de Dios. No es que la Pasión de Cristo quedase incompleta, sino que continúa viva en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, en cada uno de cuyos miembros es Cristo mismo quien sufre. Tal es el sentido de Gal 2, 19-20: «estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.» De ahí la veneración por los mártires en el cristianismo primitivo, pues se pensaba que Cristo sufría de modo especial en ellos. De ahí también la vocación de «alma víctima» que brota en almas especialmente generosas y sensibles al sacrificio de la cruz, como Alexandrina.

 

Sobre estas bases se desarrollará desde los Padres de la Iglesia y a lo largo de la Edad Media (especialmente con San Bernardo) una «mística de la cruz» o «mística de la Pasión», que es «aquella en la que, por un don de amor infuso, se vive la misma experiencia interior de Jesús crucificado («los sentimientos que él tuvo», cf. Flp 2, 5), probando al mismo tiempo toda su amargura y su profundidad divina[5]» y, en muchas ocasiones, manifestando exteriormente los mismos signos sensibles de la pasión, los estigmas. 

 

        La doctrina y la experiencia mística de la Beata Alexandrina María Da Costa puede situarse con pleno derecho en la «mística de la Pasión», incardinándose en una tradición repleta de nombres ilustres: Matilde de Magdeburgo, Gertrudis la Grande, Ángela de Foligno, Catalina de Siena, Francisco de Asís, Enrique Susón, etc. Aunque la expresión literaria de la experiencia puede variar según el autor, ciertamente el efecto de su encuentro con el crucificado deja esencialmente en los místicos un vivo deseo de identificación con Cristo sufriente. Un breve recorrido por el via crucis vivido por nuestra Beata a lo largo de muchos años nos descubrirá la belleza espiritual de un alma transfigurada, no por el sufrimiento en sí mismo, sino por la generosidad y abnegación de un sacrificio ofrecido a Dios, en unión con su Señor, por amor a sus hermanos los hombres. Pues no hay que olvidar que Alexandrina apuró la amargura de su cáliz hasta las heces y que sólo el saberse sostenida por los brazos de su amado Jesús y un intensísimo deseo de participar en sus padecimientos la hicieron capaz de convertir su vida en un acto verdaderamente heroico. Aquí tenemos, una vez más, la prueba de que Dios manifiesta su fuerza en la debilidad de quien confía en Él. La vida de Alexandrina es, sin duda alguna, una luz que brilla en las tinieblas de un mundo que, en su locura suicida, aboga por la legalización de la eutanasia activa olvidando la inmensa fecundidad espiritual que late tras el sufrimiento de cualquier ser humano. Al igual que el ejemplo de Juan Pablo II, su testimonio de «abandono» confiado en manos del Dios vivo sitúa a la Beata en un plano de plena actualidad. Un libro recientemente publicado en España lleva por título La inutilidad del sufrimiento. Pero el sufrimiento nunca es inútil si se vive como continuación de la pasión redentora del Hijo y con un íntimo sentimiento de su valor reparador de la humanidad caída.

       

Alexandrina no tenía condiciones especiales para que Dios se fijara en ella. Sí, es cierto que Dios elige a quien quiere; pero todos estamos hechos de la misma pasta y en este sentido ella no era un ser especial. Nos dicen sus biógrafos que Alexandrina era de pequeña una niña normal, incluso de natural algo inquieto y propenso a las bromas. Una criatura llena de vida que no podía atisbar aún las profundidades en que Dios tenía previsto sumergirla. Sin embargo, Dios sale al encuentro del hombre por los caminos más insospechados y la cruz suele ser el sello de los elegidos. En el caso de Alexandrina se trata de un episodio conocido por todos: se arrojó por la ventana para escapar de las intenciones deshonestas de tres desalmados. El resultado de aquella heroica acción le costó treinta años de postración en una cama. Una vez apagada la aspiración, muy humana, de ser curada, «constatando que, a pesar de las muchas oraciones, no obtenía lo que tan intensamente pedía, poco a poco fue aceptando la voluntad de Dios. Apagó todo deseo y se decidió a amar el dolor y a pensar sólo en Dios[6]». ¡Amar el dolor! ¿No podría interpretarse este sentimiento como un impulso masoquista? «¿Cómo es posible gozarse en la tribulación?», se preguntan los Signorile al principio de su obra Sulle ali del dolore.

 

En el inicio de la vía mística, la naturaleza suele oponer cierta resistencia a la acción divina. El ego siente horror ante el desierto que Dios le propone como itinerario hacia la unión. Pero la gracia acude en socorro de la debilidad humana y el alma fiel acaba dando el fiat a la voluntad divina. Y Dios, entonces, revela sus planes: «Desde hace tiempo me pregunto muchas veces: ‘Oh Jesús mío, ¿qué quieres que yo haga?’. Y cada vez invariablemente recibo esta respuesta: ‘Sufrir. Amar. Reparar’[7] El gozo del alma víctima no es una alegría al modo terrenal, sino una felicidad imposible de entender desde los parámetros del pensamiento humano. Es un gozo sobrenatural que Dios otorga al alma y que ésta recibe como un don del amor divino. El alma víctima siente desde otra dimensión: la dimensión del amor de Dios, por quien es invitada a participar como correndetora en su designio de salvación. Esta es una lección que el ser humano ha sido incapaz de comprender hasta el día de hoy. El mundo abunda actualmente en ofertas religiosas procedentes del campo de la llamada New Age, propuestas sumamente atractivas para el «hombre light», que conforman una religiosidad sincrética de tono panteísta cuya espiritualidad se basa en la creencia en una Divinidad cósmica impersonal que no exige compromiso alguno al hombre. Sin embargo, el Dios cristiano es un Dios exigente. No pide mucho, lo pide todo. Porque a cambio lo da todo: se da a Sí mismo. Jesús exige a Alexandrina una entrega total y ella, que responde con desbordante generosidad, será introducida en un estado que el Pseudo-Dionisio Areopagita califica de «teopático», aquel en que el místico no sólo «experimenta lo divino», sino que lo «padece» y lo «sufre[8].» Desde esta perspectiva - y sólo desde ella – se puede llegar a vislumbrar la razón por la que nuestra Beata puede expresar algo tan incomprensible como lo siguiente: «Amo el sufrimiento: es mi mayor riqueza sobre la Tierra. El dolor me da a Jesús: Jesús me da amor[9]

 

        Podremos comprobar, asimismo, cómo Dios derrama su ciencia en almas sin apenas instrucción. En las intuiciones espirituales manifestadas por Alexandrina en sus escritos se adivina el don de sabiduría que el Espíritu Santo derrama en los discípulos de Cristo. Ya hemos dicho que la Beata adquirió una preparación elemental que sólo le permitía leer y escribir. Este hecho nos da pie a pensar que no leyó a los Padres de la Iglesia ni las obras de místicos que, en aquella época, no estaban al alcance de todo el mundo. Sin embargo, algunas frases esparcidas por sus escritos nos recuerdan pensamientos de grandes autores como San Agustín, el Maestro Eckhart, Enrique Susón y Tomás de Kempis, entre otros. Sin ánimo de ser exhaustivos, recogemos algunas de ellas como botón de muestra:

 

        — Jesús hace esta revelación a Alexandrina: «Habito en ti como si existieses tú sola en el mundo y yo sólo tuviese que beneficiarte a ti[10].» Y San Agustín escribe en sus Confesiones: «Dios todopoderoso y bueno, que te preocupas de cada uno de nosotros como si fuera el único objeto de tus cuidados, y cuidas de todos como si cada uno fuera un ser único[11]

 

        — Jesús revela a Alexandrina: «A través del dolor ha sido como te he elevado al más alto grado del amor[12].» El Maestro Eckhart afirmaba: «¡Ahora, prestad atención, todas las personas sensatas! El animal más rápido que os lleva a esta perfección, es el sufrimiento, porque nadie goza más de la eterna dulzura que aquellos que se hallan con Cristo en medio de la mayor de las amarguras[13]

 

        — Con el Beato Susón comparte Alexandrina los sentimientos de compasión por Cristo crucificado expresados en efusiones de amor en sendos Via crucis escritos, el uno al hilo de sus meditaciones sobre la Pasión, la otra a impulsos de inspiraciones divinas. En ambos se adivina una sensibilidad especial para elevar la creación a Dios en un gesto de alabanza oferente, expresado en un tono poético que recuerda en ocasiones a San Juan de la Cruz. Veamos un ejemplo. Nuestra Beata dirige a Jesús Sacramentado esta bella oración: «Oh Jesús, yo quiero que cada gota de lluvia que cae del cielo a la tierra, y toda el agua del mundo fraccionada en gotas, toda la arena del mar y todo lo que el mar contiene sean actos de amor para tus Sagrarios[14].» A Enrique Susón, mientras celebraba la Misa, le invadían pensamientos como éste: « El primer pensamiento que ilumina mi alma es el siguiente: tomo conciencia de mi ser entero, tal como es, alma, cuerpo y potencias. A continuación, dispongo a mi alrededor a todos los seres creados por Dios en el cielo, en la tierra, en los elementos, cada uno por su nombre: las aves del cielo, las fieras del campo, los peces del agua, las hierbas y las plantas de la tierra, los incontables granos de arena del mar, los átomos que revolotean en los rayos del sol y cada gota de agua que haya caído o caerá procedente del rocío, la nieve y las lluvias[15]». Además, ambos manifestarán por medio del Vía crucis sentimientos muy semejantes de amor y compasión a Cristo sufriente[16]. Pero Susón tenía una sólida preparación filosófica y teológica; la formación de Alexandrina, en cambio, era, como ya se ha dicho, muy básica: sólo leer y escribir.

 

        — En el prólogo de su Via crucis dice Alexandrina: «¡Cuánto costó a Jesús su vida sobre la tierra! No fue, el Huerto con el Calvario, sufrimiento de algunas horas. Toda la vida fue Huerto y Calvario». Tomás de Kempis escribe en su Imitación de Cristo: «Jesucristo, nuestro Señor, durante su vida jamás pasó una sola hora sin el dolor de la Pasión[17]

        No dudamos de que una lectura más detenida de los textos de la Beata puede sacar a la luz otras muchas perlas de la sabiduría espiritual derramada en su alma por el Divino Maestro. El conocimiento experimental de Dios (Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura definían la mística como cognitio experimentalis de Deo) a través de la humanidad sufriente del Hijo ha sido, a lo largo de los veinte siglos de cristianismo, la mejor escuela de teología y la fuente de un conocimiento que, como se puede comprobar en el caso de Alexandrina, supera las más elevadas especulaciones de la filosofía y la teología.

        Murcia, 2 de agosto de 2006

Salvador Sandoval Martínez


[1] G. Basadonna, «Sufrimiento», en Diccionario de Mística, San Pablo, Madrid 2002, p. 1630. 

[2] Juan Pablo II, Salvifici doloris, p. 26.

[3] Hebreos 10, 31.

[4] Col 1, 24.

[5] C. Brovetto, «Cruz», en Diccionario de Mística, o. c., p.496.

[6] Humberto M. Pasquale, Alma de víctima, cap. 2.

[7] P. Humberto M. Pasquale, Alma de víctima, cap. 3.

[8]  Cf. De los nombres divinos, 2, 9. Véase también. J. Martín Velasco, El fenómeno místico. Estudio comparado, Trotta, Madrid 2003, p 409.

[9] Carta de 30-7-40, citada en Sulle ali del dolore, p. 35.

[10] Humberto M. Pasquale, Alma de víctima, cap. 4.

[11] Confesiones, III, 11.

[12] Sentimentos de alma, 30-3-51, citado en Sulle ali del dolore, p. 34.

[13] Maestro Eckhart, «Del desasimiento», en Obras alemanas. Tratados y sermones, edición de Ilse María de Brugger, Edhasa 1983.

[14] Humberto M. Pasquale, Alma de víctima, cap. 2.

[15] Enrique Susón, Autobiografía espiritual (Vita), San Esteban, Salamanca 2001, cap. XI (9), p. 81.

[16] En el caso de Susón, el via crucis ocupa la tercera parte del Diálogo de la Eterna Sabiduría; en el de Alexandrina, los Signorile lo han publicado en italiano bajo el título de Sofferenza amata!

[17] Imitación de Cristo, II, cap. 12, 3.