ALEJANDRINA MARIA DA COSTA
1904-1955

SENTIMIENTOS DEL ALMA
1944

— 42 —

4 de Diciembre
 

El tiempo no pasa, la eternidad no llega. ¿No podré, Jesús, ver algunos rayitos de luz, vivir entre los míos unos momentos de alegría?

Voluntad santísima de mi Dios, te quiero, te amo con todo el corazón y con toda mi alma. Ando como un ladrón fugitivo escondiéndome de todo y de todos. Pero aún así mal puedo aguantar el dolor que me causa ver la distancia que me separa de Jesús. Él en el Cielo y yo en la tierra.

Dios mío ¿cuándo podré veros y amaros? Se secó en mí aquella fuente de la cual nacían en mí las ansias de amaros y poseeros.

Todo desaparece, todo muere, sólo queda el dolor. Me ocupa todas las horas del día y de la noche. Amar no sé, amor no poseo. El dolor sí. El dolor existe con toda la fuerza y agudeza. ¿Para dónde fue la vida de mi dolor? Dios mío, ¿cómo convencerme de la muerte de mi alma? Hace horas que ella vive y la siento despedazarse un millar de veces, es más costoso el dolor de ella que el de mi cuerpo.

He tenido fuertes tentaciones contra la fe: no hay Cielo, no hay infierno, no hay santos, no hay ángeles y Dios no existe. ¿Y si Él no existe. ¿Cómo puedo temerle? Siempre me esfuerzo por vivir en su divina presencia y siempre me escondo de Él. Ni por un solo momento quiero separarme de Él y siempre llena de vergüenza y confundida porque Él lance sobre mí sus divinas miradas.

Mi vida son ilusiones. No vi el Cielo, no vi el infierno, no oí a Jesús, estos son momentos de tribulaciones aterradoras, es el demonio quien me ha sugerido todo esto.

Dios mío, creo en Vos y confieso que soy la más miserable de todas las criaturas, pero confío en vuestra misericordia, en vuestro perdón. Sé que existe el Cielo y el infierno, lo vi, lo vi, Jesús mío, por tantas veces lo vi. Confío que centenas de veces he oído Vuestra tierna y dulce voz.

Creo, creo, confío en todo, mi Jesús.

Estas dos noches pasadas, Jesús me protegió de los ataques violentos del demonio; hoy fui asaltada fuertemente por él. De dientes descarnados, en forma de león, descendía de una montaña en medio de negra arboleda, aullando desesperadamente. Al llegar cerca de mí, abrió la boca para engullirme. Mi alma se aterrorizó, más que mi cuerpo. El cuerpo mismo quedó sin poder hacer ni consentir hiciese cualquier movimiento, me creía en las puertas de la eternidad. Los gestos eran feísimos, así como los nombres con los que llamaba a las personas cómplices del crimen, según decía. Lanzaba sus patas sobre las personas, las cogía con su gran boca por la cabeza como si fuese a tragarlas y engullirlas. ¡Tremenda tragedia! Mi corazón, de tanto que palpitó, casi perdía la vida de tal cansado que estaba. Llamé por Jesús y mi Madrecita, tantas, tantas veces, pero él, con su voz aterradora, encubría todo, diciéndome:

— Pecaste, pecaste, estás cansada de pecar.

Quedé tan desanimada, ¡Qué triste vida! Triste con el recelo de ofender a mi Jesús.

¡Qué horror! ¡Qué horror! Sólo veo lodo y soy lodo, lodo que todos pisan con enojo y aborrecimiento, lodo que ninguno quiere ver, caminos que ninguno, por aborrecimiento, quiere cruzar.

Jesús, quiero seguiros, quiero todo por Vuestro amor. Acepta mi desfallecimiento y mi desconsuelo para que sólo Vos seáis consolado, para que sólo Vos seáis amado. 

7 de diciembre

Grande sufrimiento, triste y doloroso. Mi Jesús, no sé explicar cuanto sufro, no comprendo tanto dolor. Lloro, lloro siempre la pérdida de mi cuerpo, la muerte de mi alma. A cada paso siento en mí como que una bomba va a explotar todo. Tiemblo atemorizada, Me quitaron los vuelos, soy como la palomita en la oscuridad, sin ver el camino, batiendo sus alas en el aire sin poder descender, sin poder subir, con las alas presas, temerosa de caer desastrosamente.

¿Oh, mi Dios, que será de mí? Ve bien mi sufrimiento, ten compasión, compadécete de quien sólo confía en Vos.

Hoy temprano en la mañana era tal el dolor que sentía en mí, era tan la repugnancia y la vergüenza que me causaba el ver que todos se preparaban y esperaban nuevos acontecimientos. Me parecía ver grupos aquí y allá, haciendo comentarios. Dios mío, me espera el viernes. ¡Qué miedo! Todo esto que siento y veo pasó por Vos, mi Jesús. Son sufrimientos vuestros, que tanto sufriste por mi amor.

Mis ojos parecen penetran en lo más íntimo de toda la multitud que ocupa las calles. Mi alma siente todo. Al lado de una montaña, cerca de entrar a una ciudad, la higuera maldecida por Jesús. Más abajo alguien trae en la cabeza un balde de agua. Hay encuentros, hablan, se preparan para nuevos acontecimientos. Vi todo, sentí todo. ¡Cuánto sufría en silencio! A la higuera que allí encontré, tuve el conocimiento de que la vi verde, florecida y hoy ya seca, como leña lista para la lumbre. Y no pensaba en nada de esto, me esforzaba por distraerme y hacer de cuenta de que nada sentía. Mi esfuerzo era inútil, pues cada vez se avivaban más estos sentimientos del alma. Mi esfuerzo de no querer sentir no era para huir del dolor ni de la voluntad de mi Jesús, pero sí por el recelo de ser confundida o ser ilusión.

Estoy convencida de que no es así. Nuestro Señor al ver tal recelo y miedo de engaño, no podía dejarme engañar. Ninguno como Él sabe que no quiero engañar a nadie.

Las mañas del maldito continúan cada vez más, parece que su malicia se refina. Me dice lo que hay de peor. ¡Dios mío, qué cosas tan feas!

Blasfema contra Nuestro Señor, lo acusa como reo de culpa y hace que yo diga todo, o me parece que digo y después me afirma que soy yo y me deja en esa persuasión. Sólo con Nuestro Señor el alma y el pobre cuerpo puede resistir tanto. El corazón de tan afligido hacer un ruido enorme, con el recelo de pecar y decir tantas cosas contra mi Jesús. En la última lucha quedé casi sin vida. Murmuraba:

¡Oh mi Jesús, oh mi querida Madrecita! ¡Dios mío, qué triste vida la mía! ¿Qué será de mí?

No podía moverme y necesitaba de alivio. Vino Jesús y con sus santísimas manos, me colocó en la posición que yo deseaba, me cubrió de caricias y como la madre que se deja al pie del hijito para dormirlo me dice:

— Descansa conmigo. No es triste tu vida, hijita, es vida de reparación y sacrificio. Alégrate conmigo, con el consuelo que me das. No pecas, no, mi amada.

Sentí paz en mi alma. Muy cerquita de Jesús, pronto pude adormecerme, cubierta con sus caricias, abrasada en su amor.