ESCRITOS DE LA BEATA ALEJANDRINA
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Los "Sentimientos del alma" dictados por la Beata Alejandrina el 21 de junio de 1946 desarrollan dos temas claramente diferenciados. Nos quedaremos esta vez con el segundo.

En "Cristo Jesús en Alejandrina", el Padre Humberto escribió a propósito del momento allí narrado, usando la tercera persona gramatical: «El P. Humberto, angustiado por que algunos consideraban fruto de autosugestión a los éxtasis de Alejandrina, éxtasis que eran siempre los viernes a las 15 horas, quiere defenderla de tal acusación poniéndola a prueba con la orden siguiente». Y esa orden era que la Beata le dijese a Jesús que no le volviera a hablar. De momento ella no percibió bien lo que le mandaba, pero obedeció. ¿Habrá hecho mal en dirigir a Jesús tan extraño pedido? Y también le pidió que no volviera a revivir de nuevo la tragedia del Calvario...

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Me fue ordenado que le dijera a Jesús que se fuera y no me volviera a hablar. Primero no comprendí bien si era solamente los viernes. Esta orden dio lugar a muchas dudas y muchos más sufrimientos. Obedecí pronto, pues si yo tuviera querer o estuviera en mis manos, ha mucho que no tuviera coloquios con Jesús, o hasta nunca los hubiera tenido. Se lo pedí el miércoles y lo mismo ayer, día del Cuerpo y la Sangre de Dios, diciendo más de una vez:

— Jesús mío, me mandan que te diga que te vayas, para que no me vuelvas a hablar, pero no sé si eso es para el viernes o para siempre. Pero Tú, que todo lo sabes, acepta como me mandan hacer. Obedece, mi Jesús, obedece: yo soy siempre tu víctima.

Por más que me esforzaba por destruir y olvidar los sentimientos del Huerto, no lo lograba. Yo parecía un mimbre, una vara verde que se torcía para uno y otro lado, eran los sufrimientos de la agonía de mi alma que así lo hacían. En otros momentos, sentía el corazón apuñalado, con tanta violencia, que apenas me daba tiempo de quitar el puñal cuando nuevamente se clavaba. Mi alma lloraba abundantemente, como si tuviera ojos. Sentía el corazón como si fuera el mundo, pero más duro que una roca. El alma lloraba y gritaba siempre al Padre. Este grito y estas lágrimas continuaron hoy en el camino al Calvario. Y ¡qué tormento el mío! Quería sacar todos esos sentimientos de mi alma, no quería pensar en la cruz ni en el Calvario. Era tan grande el esfuerzo que hacía que pareciera que caminaba en tierras lejanas.

¡Jesús, no quiero esos sentimientos, olvida que me mandaron decírtelo!...

Cuanto más procuraba disfrazar y olvidar, más vivos estaban esos sentimientos. En lo íntimo de mi corazón una voz dolorida me decía:

— No hay dolor igual a mi dolor.

Y muchas veces me sentía arrastrada por duras cuerdas  a gran distancia, y me pegaba la cara en las piedras. Y más doloroso era el grito de mi alma. Por un lado, sentía alivio, al recordar que Jesús no volverá a hablarme, pero por otro lado, me atormentaba el recelo de saber si Él vendría.

¡Dios mío, si yo pudiese huir de Jesús y esconderme de Él! Pero, ¡qué triste agonía!

Nuevos sentimientos del alma: la cabeza sacrosanta de Jesús inclinada sobre mi pecho, como si fuese la cruz. De sus cabellos corrían copiosas gotas de sangre: era un baño de sangre hacia la tierra. Oí el llamado de Jesús, me rodeaba. Me esforcé como quien quiere huir y me hice sorda a Su voz divina.

Tocó a mi corazón y llamó:

-Hija mía, ven para acá, ven para acá, soy tu Jesús.

— ¡Jesús, Jesús, no voy, vete, déjame en paz!. Recuerda lo que te dije. Quiero obedecer. Mira cuánto sufro, ve la agonía y el dolor de mi corazón.

Pero inmediatamente un fuerte remordimiento se apoderó de mí, por decirle a Jesús que me dejase en paz. La paloma que está en mi corazón, y que de vez se hace sentir, extendió mucho, mucho, sus alas, me cubrió el corazón y atando con lazos dorados que pendían de ella me cogió y me empujaba hacia Jesús, pues yo parecía huir de Él.

— Hija mía, hija mía, ven para acá y escucha lo que te digo.

Tu dolor es para salvar las almas. El divino Espíritu Santo es quien te acoge hacia Mí son sus rayos de amor y con el mismo amor que me atrae hacia ti. Llénate de Él, de su fuego y de su amor divino para que se los des a las almas.

Escucha, hija mía, tú ya obedeciste, pero yo no obedezco. En mi sabiduría infinita, veo que no debo obedecer. Si vengo a obedecer, si vengo a dejar de hablarte, como ya te prometí. Pero, cuando eso haga te voy a prevenir. Lo que sí haré es ir disminuyendo el tiempo de mis coloquios.

Mi corazón me quemaba como si tuviese llamas de fuego, pero no estaba tranquila con mi atrevimiento hacia Jesús.

Perdóname, Jesús. Dime, ¿estás triste por que te dije que dejases en paz? ¡No pensé en lo que te dije, perdóname, perdóname!

Jesús sonrió amorosamente y, estrechándome hacia Él, continuó:

— Me alegré en lugar de entristecerme, me consoló tu ingenuidad, hija mía, ángel de pureza, ángel de luz, luz que ilumina el mundo y muestra el Cielo.

Sufre por las almas, consuela mi divino Corazón, dame las almas. No creas que con dejar de hablarte disminuirán tus sufrimientos. Oh no: tu crucifixión continuará hasta el último momento de tu vida.

— Sí, Jesús mío, todo lo que quieras, con tal de que sigas conmigo.

Amor mío, lo que me dices, yo no sé si decirlo o no hacerlo, si no debo escribir lo que me dices. ¿Con eso desobedezco la orden que me dieron? ¡Oh mi Jesús, ay de mí, qué tenía que huir de ti, pues sólo así obedecía!

Jesús sonrió de nuevo y me dice:

— No puedes huir de Mí, sólo el pecado me puede separar de ti. Sólo eso me expulsaba de tu corazón.

Dicta todo. No quiero que quede nada oculto, y mucho menos esto. Pues es de gran provecho para las almas y de gloria para mi causa divina.

Todo veo. ¿Sabes porque vengo los viernes a esta hora a hablarte? ¿La hora en que le di a Mi Padre Mi Espíritu? Es para renovarlo en ti y para recordar mi divina Pasión. Así como abrí el Cielo a las almas, así tú las vas conduciendo por el mismo camino hasta el Paraíso.

Con el calvario, con la agonía, no de tres horas, no de unos días, sino de largos años. Sufre contenta, ve en paz, tranquilízate: tú no desobedeciste, Yo fui quién te llamé, fue el Espíritu Santo quien te acogió.

Gracias, Jesús mío. No me faltes, haz que yo te sea fiel hasta mi muerte.