ALEXANDRINA MARIA DA COSTA

SENTIMIENTOS DEL ALMA
1944

— 44 —

11 de Diciembre

Mi alma espera nuevas pruebas, mi corazón espera nuevos golpes que lo vengan a herir. Estoy llena de miedo. ¡Lo que me espera! ¿Qué más vendrá, mi Jesús? Estoy cansada de tanto sufrir. El cuerpo desfallece, pero la voluntad está lista, suspira y sólo quiere vuestra voluntad divina, Señor.

Ayer empecé  a sentir y hoy aún más, puedo decir que me parecen casi insoportables las ansias de salvar al mundo. Es tal la locura y el amor que siento por las almas que me quisiera dar a todas ellas. Quiero todo el sacrificio y de buena voluntad me dejo inmolar para salvarlas. Quisiera un puñal en mi mano para abrir en el corazón una llaga tan profunda que me de sangre para escribir por toda la tierra: “Convertíos, pecadores, no ofendan más a Jesús, el Cielo es tan lindo y Él nos crió a todos para ir allá.”

Yo quisiera ir de rodillas o a rastras por todas partes del mundo a dejar bien vivas estas palabras escritas por mí con mi sangre. Ni un palmo de tierra quedase sin estas letras: “Convertíos, convertíos, pecadores”.

No sé que más hacer por Vos y por las almas.

Durante la noche fui asaltada por las mañas del demonio. Oía sus resabios desesperados, rugir de dientes y oídos. Después gestos, palabras feas y maliciosas. A mi lado y hasta por debajo de mí, se abrieron grandes barreras, abismos sin fin. En unos escombros feísimos estaban grandes serpientes y enormes cocodrilos que servían de tormento y terror para una masa que pienso eras las almas. Cansada de la lucha y al parecerme que caía en aquellos abismos, no podía llamar a Jesús. Y el maldito me decía:

― Llama por mí, dime que es a mí que me quieres que no quieres a Dios, que quieres el pecado, que quieres gozar.

Y procuraba instruirme con sus feas lecciones. En los momentos más tremendos, al terminar la lucha, fue que pude recurrir al Cielo, llamar por Jesús. Y al llorar, le decía: “¿Qué es esto, mi Jesús?, mientras el maldito en forma de león, me decía:

― ¡Pecaste! ¡Pecaste!

Todo lo que me pasó tengo necesidad de decirlo, pero sólo en confesión y a un alto costo.

Mi dolor y lágrimas parecían ser duraderas, pero no lo fueron. En el mismo lugar donde estaban los abismos, apareció un hermoso jardín, lleno de flores. Lirios, azucenas y más variedades, ¡Qué lindas, qué bellas! Por entre ellas sobresalían rayos, muchos rayos más brillantes que el oro. Contemplé todo sin saber su significado. Al mismo instante me dice Jesús:

― Las flores de este hermoso jardín son tus heroicas virtudes. Sus pétalos son tiernos, finos delicados y su aroma es atrayente. Los rayos son de mi divino amor.

Hijita, no llores, tu pureza no se mancha en los combates del demonio. Sales de ellos cada vez más pura, más encantadora. Es la reparación que exijo de ti. Sino fuese esta reparación, caían en los abismos que ahora viste, tantas y tantas almas, quedando eternamente.

Al dejar de oír a Jesús, vi de nuevo al demonio en forma de león, con dientes descarnados, lo vi a lo lejos, pero hacía tentativas para engullirme y al mismo tiempo me insultaba. Yo ya no lloraba, estaba en paz, en la paz que sólo viene de Jesús. Con su fuerza divina, en esta ocasión no temí al demonio. Compadecida de las almas que podía caer en tan tremendos abismos, aceptaba y sufría todo lo que Jesús quisiese. Mis lágrimas eran de dolor, recelosa de haber pecado. Después de oír a Jesús, me sosegué y quedé en paz, obsequiosa de su amor, ansiosa de darle almas. No quiero estar en la tierra sino para salvar y amar a Aquel que no es amado.

 

14 de Diciembre

 

Mi cuerpo y mi espíritu son asados en brasas vivas; no sé decir mi dolor, dolor que siento sin saber de qué es, ni a quien pertenece. ¡Qué fuego consumidor! Me parece enloquecer con el dolor que él me causa. A lo lejos oigo grandes ruidos, me hace temblar un temblor de tierra cuando se hace oír y aún sin sentirlo. Pero mi alma oye y siente. Fue una tempestad que pasó y dejó tantos estragos que por mucho tiempo serán recordados. A lo lejos, muy a lo lejos hay comentarios, mi nombre es hablado, enlodado, envuelto en lodo como hoja que allí se pudre. Estoy avergonzada, mi alma siente todo y se deshace en dolor.

― Jesús mío, yo quiero estas manchas, este lodo que sobre mi nombre cae, que sirva para lavar a las almas de los pecadores, para que desaparezcan de ellas los crímenes con que os ofendieron, para que se puedan salvar. Quiero sufrir inocente o culpable, Jesús.

Oh Jesús, que vida la mía, me avergüenzo de los hombres, me avergüenzo de Vos. Por gracia Vuestra, de los hombres soy víctima inocente; por mi culpa y miseria, de Vos, mi Jesús, son víctima culpable. Debo sufrir, ayúdame, sólo de Vos lo puedo esperar, sólo en Vos puedo confiar. De los hombres ya veo que nada puedo recibir. Todo me roban, todo el alivio humano desaparece como el humo, lleva su camino.

Cae sobre mí la guerra del mundo y la guerra del infierno. El demonio se me aparece en la figura de un grande perro. Me acordé de los perros que se tiran para morder sin dar señal. Quiere morderme, o mejor, engullirme. Cuando me ataca violentamente, siempre me atormenta:

― Pecas cuando quieres. No pecaste ni pecas ahora porque estás cansada. La noche pasada vino fuertemente acompañado de muchos demonios, en forma de negros esqueletos. Formaron enfrente mío bancadas y camas apretadas. “Son bancadas y camas de delicias”, me decía mientras que los otros, junto a ellas, se entretenían. Me decía cosas feísimas y me parecía que me obligaba a repetirlas.

― No llamas por Dios…

Y me parece que muchas veces no llamaba, que obedecía sus órdenes. De nuevo volví a pasar por lo que aquí no digo. En los momentos de mayor temor sé que quedé como moribunda repitiendo sólo con el pensamiento muchas veces: “Dios mío, Dios mío, Dios mío”.

Debajo de mí estaban esos abismos hediondos de que he hablado, y estoy suspendida sin estar amarrada a nada, a ver cuándo caigo en ellos. A la voz de Jesús, los demonios huyeron y los abismos desaparecieron. Jesús cambió de posición y me dice:

― Hija mía, sobre estos abismos están las almas, lo que las ayuda a no caer en ellos para siempre es tu reparación nunca sentida, nunca experimentada, nunca vista. Dolor, inmolación sin igual. Dime, hija mía, palomita amada, dime, desahoga conmigo, ¿confías que no me ofendes?

― ¡Ay, mi Jesús, quiero confiar y confío, pero me cuesta tanto convencerme de que no peco, que no os ofendo en medio de tan grande peligro!

― Tranquila, tranquila, mi ángel, me das consuelo, reparación y pruebas de grandeza de tu amor a mi divino Corazón.

Quedé por algún tiempo unida a Jesús, llena de mimo, como la niñita junto a su madre, dolorida apenas del dolor que había sentido.

Nuevo tormento para mi alma, tormento que me hace sufrir y no me deja estar tranquila. Quisiera esconderme dentro de un cofre al cual nadie pudiese ni supiese abrirlo. Quiero abrazar mi pecho en un abrazo que nadie pudiese arrancar. Quiero guardar no sé qué, que me fue entregado y tengo que velar y vigilar. No sé como, Dios mío, como conseguir guardar, guardar bien, guardar todo. Huyo, Jesús, huyo hacia vuestro divino Corazón: Sea el cofre bendito que me guarde para siempre a mí y a esta entrega que me fue hecha, que tantos cuidados me da. Allí estoy bien, estoy segura, ni corro peligro en aquello que tengo que mirar y vigilar. ¿Guárdame, sí? Guárdame para siempre.

Es jueves y ya es de noche, ¡gran tormento! Dios mío, cada viernes que se aproxima es una muerte para mí. Siento como si estuviese en un convivio de alegría y yo hablase con los que hablan y sonriese con los que sonríen. Y mi alma en grande agonía deja la tierra, sube al Cielo para exclamar “! Dios mío, Dios mío, lo que me espera!” Mientras dura ese convivio de alegría, el corazón es maltratado, escarnecido y despreciado. Todos sonríen por el escarnio, a la espera de nuevos acontecimientos. Jesús soy vuestra víctima y nada más.