ESCRITOS DE LA BEATA ALEJANDRINA

— 39 —

SENTIMIENTOS DEL ALMA
1944


30 de Noviembre

Pasa un día, pasa un año, pasa otro y yo cada vez en más sufrimientos. No sé cómo se puede sufrir así, como se puede resistir tanto. No quiero decir, no puedo decir que sufro, pues no soy yo la que sufro, es Jesús que sufre en mí. Mi alma murió, pero siente el dolor; siente ser rasgada, herida y destruida. Murió, no es mía, no sé para donde fue. De mi cuerpo hasta las cenizas se apagarán y desaparecerán, pero aun así, siente que el corazón está en una bolsa de espinas, es un sedeiro (donde se cardan los hilos. Ver la foto) de espinas. El mundo aplasta esa bolsa a tal punto que sólo quedan las espinas. Ni corazón, ni sangre ni nada.

¡Ay, Dios mío, cuánto cuesta esta separación del alma del cuerpo! ¡Cuánto cuesta no tener vida y sentir dolor! Todo huye de mí, no siento la presencia del Espíritu Santo, no siento amor a Jesús. De tarde en tarde tengo ansias de amarlo, son anisas, es un amor que nace para luego morir. Es un fuego que está amortecido, no se ven señales de llamas.

¡Oh dolor, que matas el amor! ¿Oh dolor, de quien eres y por quién sufres?

Jesús, estoy en la cima del calvario, clavada en la cruz.

No cesan mi miedo y mi grito. ¡Pobre de mí! Pero no es oído, es apagado por el zumbar de los vientos, por la furia de las tempestades, que no terminan, continúan siempre. Es callado por los gritos de la humanidad que se rebela contra mí.

En lo alto de la cruz no puedo levantar los ojos hacia Vos, mi Jesús, tengo vergüenza y me parece no ser tampoco oída por Vos. El peso de las humillaciones sofoca y aplasta. Siento que perdí en la tierra toda la alegría y consuelo. Y del Cielo, mi Jesús, siento que tampoco recibo nada. Quiero confiar, mi Jesús,   confío, pero me parece que de mi Patria nada puedo esperar.

Ayer al recibiros, después de pediros tantas cosas, iba a pediros también el alivio de mi dolor, pero me acordé a tiempo y no lo pedí. Vos me das el sufrimiento y no puede faltarme la fuerza y la gracia necesaria. Consolaros a Vos, entonces, consolaros siempre.

Dios mío, perdona mis desahogos, en un desánimo llegué a pedirle a mi médico si podía huir de aquí para fuera, para donde nunca más se supiese de mí.

Jesús mío, no quiero salir para huir del dolor, bien lo sabéis, quería huir para quedar olvidada, para no ser un estorbo para las almas, para no tenerlas en desasosiego, como alguien afirma.

No pido venganza para los que me hacen sufrir, deseo para todos lo que deseo para mí: la mayor gracia, el mayor amor. No son palabras salidas sólo de mis labios, me salen del corazón y del alma.

Sufro de parte de los hombres, sufro de parte del demonio. ¡Qué violento combate!

Se me aparece de noche en la figura de bichos aterradores que desconozco. Aparece también en la figura de una serpiente hedionda, de boca abierta, con la lengua de fuera, arrastrándose por el piso. Vino cerca de mí, quedo retirado tal vez a dos palmos de distancia. A la par conmigo, se abrieron barreras profundas, negras, asustadoras. De entre ellas se habrían también espacios de fuego, con llamaradas negras que subían a gran altura. En medio de ellas estaban muchos demonios, atormentando a las almas, dándoles malos tratos, que el maldito también me daba a mí, con todas sus mañas. Afirmaba tocarme, pero me parece que puedo jurar que no: eran sólo sus mañas infernales.

Hablo así ahora, pero en el momento de la lucha me parece que todo es verdad en cuanto él dice. Por obediencia quise expulsarlo, tenía permiso del confesor para hacerlo. Recuerdo, bien que lo recuerdo, pero hacerlo no fue para mí (eso es, no fui capaz no pude). Me parecía que él me obligaba a decir:

— Quiero pecar, quiero gozar.

Mostrándome la lucha de las almas en el infierno, me decía:

— Es allí a donde estás condenada, es tu lugar. Ahora pecas con esta y con aquella persona.

Pasado algún tiempo, nombraba a otras personas, siempre en medio de nombres feos y palabras escandalosas.

Terminada la lucha, cuando ya podía yo recurrir al Cielo, llamar a Jesús y a la Madrecita y renovar mi oferta de víctima y decir “no quiero pecar, no quiero pecar”, él danzaba, aplaudía y con carcajadas, decía:

— No quieres pecar y ya pecaste; desde que estás satisfecha es que recurres a Dios.

Y sin darle atención, repetía siempre “No quiero pecar”

é que recorres a Deus.

Me dice Jesús:

— No pecas, hija mía, ¿Acaso puedo consentir ser ofendido por una esposa mía? Alégrate, no me ofendes, esta es la reparación que te pido. Di que la quiero que necesito de ella.

Con la voz de Jesús el demonio desapareció y quedé en paz, muy en paz.

Hoy vinieron nuevas espinas a herirme.

¡Oh Dios mío, cuantos estragos dio la tempestad que me has hecho sentir! Desde lejos vi todo. ¡Tanta maldad! Pero tal vez, sin querer, afligida.

Mi amargura llegó al extremo: quería respirar y no podía. Tanta calumnia, tanta persecución, una humillación continua. Volteada para el Sagrado Corazón de Jesús, ya no veía porque era de noche y si no fuese así, tal vez no lo viese por las lágrimas que me bailaban en los ojos y se deslizaban por mi cara. Lloré, lloré, al mismo tiempo que las ofrecía le dije:

— Jesús mío, nunca procuré engañar a ninguna criatura, nunca me vino al pensamiento hacer el bien para agradarles o pasar por buena. Nunca me vino al pensamiento la tentación de engañaros, Jesús mío. Sé que era imposible, pero bien sabéis que nunca me acordé, no quiero pasar por lo que no soy. Por gracia Vuestra conozco mi miseria, soy mala por mi culpa, sólo por mi culpa, y por Vuestra misericordia confieso humildemente que lo soy. Nunca vino a mi pensamiento servirme de Vos para remediar mis males o los de los míos, a no ser para implorar vuestro auxilio y confiar siempre que todo remediáis.

Jesús ve la agonía de mi alma. Estoy en paz con todo lo que os digo es verdad, bien los sabéis. Es a Vos al que he de dar cuenta y no al mundo, la sentencia de él sólo sirve para hacerme sufrir, pero no para condenarme.

Jesús mío, si pudiese descender de mi cama, pasar la noche en el piso de este suelo duro para hacer penitencia e implorar Vuestras divinas gracias para todos aquellos que sufren por mi causa. ¡Si yo sufriese sola! Me cuesta tanto ver sufrir a aquellos que me son tan queridos y a quien tanto debo por lo que han hecho por mí. Me parece una ingratitud, mi Jesús. Remedia todo esto y compadécete de mi dolor; estoy loca con él, bañada en sangre, despedazada.

En estas horas de tanta angustia, puedo decirlo, es verdad: venciste, vence Vuestro amor. Por mí nada podía, me desesperaría.

Ya solo con el pensamiento pude rezar el Magníficat.

Tenía tanto que agradecer al Señor, fueron tantas y tan grandes sus caricias. Los acepté por Jesús y a Jesús los ofrecía.

Las almas, las almas tienen que ser salvadas. Quiero darle a mi Amado este consuelo.