ESCRITOS DE LA BEATA ALEJANDRINA

— 35 —

SENTIMIENTOS DEL ALMA
1944

 

14 de Noviembre

Para dictar los sentimientos de mi alma tengo que hacer violencia sobre mí misma. Me parece que voy esforzada para el lugar del martirio, que de veras me atemoriza. Me manda la obediencia y cueste lo que cueste, Jesús, acepta este sacrificio.

¡Qué días angustiosos he pasado! No encuentro ni a Jesús ni a mi Madrecita, por más que los llamo y voy en su búsqueda. Son varios mis sufrimientos. Algunas horas anda mi espíritu vagando por los aires, siempre entre las tinieblas más aterradoras, sin encontrar donde posar para descansar un sólo momento. Quiero subir, subir, llegar al Cielo, pero no lo veo, no lo encuentro: ya no existe. Allá no están Jesús ni la Madrecita, ni oyen el grito que los llama, no ven las ansias ni el martirio de este pobre espíritu.

¡Dios mío, todo está perdido! ¿Jesús, para qué es tanto sufrir? Ya no hay Cielo, ni almas que salvar, todo dejó de existir.

¡Jesús, soy siempre vuestra víctima! Confío en Vuestra existencia, confío en el Cielo, donde estás y que a mí me esperas para amar y gozar.

Tristes horas, tristes días de mi vivir. La santísima Voluntad de mi Jesús, te quiero, te amo, te abrazo en un abrazo eterno.

Transforma mi agonía. Horas horrorosas de triste confusión. Muere mi alma, ¡Horror, horror, tremendo horror! Dios mío, ¿cómo es esto? Muere mi alma, muere todo lo que me pertenecía. Fueron  las miserias, las maldades, los crímenes vergonzosos de mi pobre cuerpo que le causaron la muerte. Sin alma, sin vida, sin nada, ¿cómo puedo estar aquí? ¡A quién pertenece este dolor, esta agonía? No sé, Jesús.

¡Ay, qué triste confusión, es casi desesperación! ¿Jesús, Madrecita, qué será de mí si no vienen en mi auxilio? Si me faltan, ¿a quién podré acudir?

Sangre de Jesús, dolores de mi Madrecita, sed mi fuerza en este martirio, estoy en él por Vuestro amor, estoy en él por las almas. No puedo conformarme con la muerte de mi alma, siento querer enojarme contra Vos. Recuerdo a los condenados al infierno, lo que será el martirio por toda la eternidad?!

Estoy alerta en horas de la noche, en forma continua con Jesús. Sus prisiones de amor son mis prisiones, siempre consumida en ansias de amarlo. Todo en silencio y yo con Él. No estás solo, mi Amor, estoy contigo, os amo, soy toda vuestra.

Quedo como una lámpara ardiente, ante el Corazón Santísimo de Jesús y de la Madrecita querida, les pido bendiciones, gracias y amor para mí, para los que me son queridos, hasta para el mundo entero: por todos os quiero amar.

Me falta valor, no tengo amor, ¿amar a quién?

Me aterran mis miserias, ¡Qué vergüenza, qué confusión!

El peso de las humillaciones cae sobre mí. Mi alma siente las censuras, los rumores de las tempestades a lo lejos. Atemorizada, me cuesta caminar. Muchas espinas, una lluvia de ellas caen sobre mí. Alma, corazón y todo el cuerpo, quedan lacerados, bañados en sangre.

Miré hacia atrás, no vi el pasado, todos los caminos que pasé desaparecieron. ¡Dios mío, qué destrucción!

Enfrente de mí hay una montaña nauseabunda, imposible, no puedo subirla, no puedo ir atrás ni al menos un paso.

De repente, sentí que caía de rodillas, las manos abajo, los ojos en lo alto, e invoqué el nombre de Jesús y de mi Madrecita. Grité, grité desee lo más íntimo de mi alma. Mi grito no subía, se escondía entre las rocas de la montaña, se llenaba con mi sangre y mis carnes destrozadas por las espinas, para morir conmigo. La agonía de mi alma aumentó, ya no podía gritar. Sin sentir ningún auxilio, con la aflicción, el corazón latió con tanta fuerza, pareciéndome que perdía la vida.

¡Oh, qué dulce, mi Jesús, es morir por Vos! O amaros o morir. Sufrir, sufrir para daros almas.

El divino Espíritu Santo, en las horas más aflictivas, bate sus almas blancas y grandes como las de un águila haciéndome sentir una brisa suavísima y animadora. Con el pico grande, lo introduce en mi corazón como para retocarlo y fortificarlo. En uno de esos momentos Jesús me secreteó en lo más íntimo:

― Estoy aquí, hija mía, en el paraíso de tu corazón, en el nido de mis delicias. Sufre contenta que es para mí.

Me reanimé un poco, para después desfallecer.

Mis comuniones, por mayor esfuerzo que hago, no son aquello que yo deseo, no amo como querría amar, no se hablarle a Jesús.

Cuando de un lado y de otro vienen nuevos golpes a herirme, cuando las provocaciones una y otra vez vienen a tocar a mi puerta, quedo desfallecida. De repente, levanto mis miradas hacia Jesús y le digo:

Es así como acepto y quiero lo que Vos queréis. Como soy débil, Jesús, ayúdame,  mi grande miseria es digna de compasión. Retomo las fuerzas y doy unos pasos para adelante. El demonio no me ha atormentado con sus ataques, pero me atormenta con sus mentiras y con palabras escandalosas. Viene a mí como asaltándome, amenazándome:

― He de destruir tu cuerpo – y aumenta muchas cosas feas- pecas como quieres y cuando quieres.

Fingiéndose satisfecho, bate palmas y danza y da carcajadas.

― Mira, fulano y fulano no volvieron, te abandonaron, te juzgaban una inocente y eres (y dice todo lo que hay de peor)

Con nuevas carcajadas me dice:

― Prohibieron venir aquí.

Jesús mío, no me deja el padre de la mentira. Es mi enemigo, pero también es Vuestro. Necesito amparo, dame valor, no me dejes pecar. Soy pobrísima (muy pobre) dame Vuestra riqueza, soy cieguecita, dame Vuestra luz. Soy Vuestra, Jesús, y soy de las almas.

15 de Noviembre

Regresaron los ataques del demonio. Una de estas noches vino con toda la rabia y furor. Me atormentó de veras. Lo que me hacía sentir en mi cuerpo no lo digo aquí. Me decía:

― ¡Mira como estás, qué esposa de Jesús! Renuncia a eso. Le dije que no eres su esposa.

Mira como tiene enojo de ti, ya no te quiere.

Me decía el nombre de varias personas con palabras muy feas y me decía que era con ellas con las que quería pecar. Quería instruirme en el pecado.

― Voy a consumirte durante la noche. He de destruir tu cuerpo. Puedes vivir del placer como vives del amor. ¡Pecar es mucho mejor! He de llevarte al placer.

Danzando, daba carcajadas y me decía:

― Mira, el Padre Humberto y el médico no volverán, les fue prohibido venir. –y aumentaba nombres feos.

El demonio a veces también me dice verdades. El presentimiento del Padre Humberto de prohibirle venir ya lo sabía hace días.

La lucha siguió por espacio de mucho tiempo. Hacía tal ruido, más fuerte que una tempestad. Me asustaba. Estaba cansada de tanto luchar. Siempre que podía llamaba a Jesús y a mi Madrecita y les decía: no quiero, no quiero pecar.

Vino Jesús en mi auxilio. Le dice:

― Apártate, maldito, ve para el infierno, deja a mi víctima, estoy contento con su reparación.

Huyó despavorido. Desde lejos miraba para atrás, enojado contra Jesús. ¡Quedé muy triste!

Al principio de mi preparación para comulgar, vino a mi pensamiento la pasada lucha. Me atemoricé. ¿Ay, cómo he de recibir a mi Jesús? De repente, todo olvidé: pude recibirlo y quedar muy unidita a Él.

Horas después, al ver mis alimentos que tanto me gustaban, sentí nostalgia casi insoportable de alimentarme, con cosas que me supiesen. Callé, no dije nada, le ofrecí a Jesús mi sacrificio y mis nostalgias para reparar por aquellos que sólo tienen nostalgia del pecado y se alimentan con cosas que ofenden a Jesús.

Era casi de noche, cuando recibí noticias que me hicieron aceptar los sentimientos de mi alma. ¡Dios mío, qué golpe profundo en mi corazón!

No me fue dicho, pero me llevó a creer que había prohibición al Padre Humberto para venir junto a mí. Yo decía:

Hágase la voluntad de Nuestro Señor. Lo que Dios quiera; bendita sea mi cruz. Pude levantar mis manos, recé el Magnificat en señal de agradecimiento.

Jesús, acepta, más tengo que ofrecerte.

Sentí una fuerza en mi corazón que no sé explicar. Quería cantar y entonar himnos de alabanza y agradecimiento a Jesús. Recé las oraciones de la noche con todo entusiasmo y fuerza.

Había lágrimas, muchas lágrimas junto a mí. Dije algunas palabras de aliento sin adelantar nada.

Veía a mi lado una sepultura abierta para mi hermana, me parecía haber sido la que cavé la tierra, la que la abría.

Jesús, soy yo quien voy a sepultar a mi hermana, pero sin quererlo.

El corazón entonces sangraba de dolor, pero sangraba profundamente. Jesús, Madrecita, todo por Vuestro amor y por las almas. Quede sola, déjenme todos, pero Vosotros no me dejéis. ¡Confío, confío!

16 de Noviembre

Dios mío, que tremendas son mis luchas con Satanás. Tanto me hacían sufrir mis dudas y ahora otras causadas por él. Vino furioso contra mí. Con ruidos asustadores a mi alrededor. Usó de las malicias infernales, hizo que le sonriese al pecado y a las personas cómplices. No le dije nada. Llamaba por Jesús siempre que podía, le juré que no lo quería ofender.

Amaros, amaros, mi Jesús, esconderme en Vos, desaparecer para siempre.

El cansancio de la lucha me llevó a las puertas de la muerte.  Y el demonio, sin compasión, usaba de sus maldades, cada vez más furioso. Tantas cosas que desconozco, tantas que ni por un solo momento me vienen al pensamiento. Me lanza todo en el rostro, haciéndome la mujer más desgraciada del mundo.

Agotada de tanta lucha, sentí un dolor en el corazón como si me diesen una patada. El corazón, que tenía palpitando de aflicción, dejó de respirar, perdiendo la vida. No vi a Jesús ni lo oí. Ni sentí en mi alma su divina presencia.

Con toda autoridad, hice señala al demonio para que se retirara y huyó desesperado.

No llega a tocarme, se sirve de sus mañas. Son tan grandes y tan graves, Dios mío. Si el mundo las conociese no os ofendería tan gravemente.

Terminada la lucha, quedaron las ludas, tremendo recelo de haber pecado. Un susto se apoderó de mí. Con los presentimientos que tenía y que tanto me hacían sufrir, espero con ansiedad al Abad, a ver si me dice que le habían dado orden de no volverme a traer a Jesús. Llegó y nada me dijo, pero el recelo continúa.

¿Vendrá eso, mi Jesús? Todo me roban, sólo faltáis Vos. ¿También intentarán retirarte de mí?

Dios mío, todo merezco por mis miserias y mis maldades. Estoy cierta, mi Jesús, confío que, si así procedieran, Vos suplirías en alguna forma, bien sabéis que sólo vivo para Vos.

Llegó el Padre con una familia de Mogofores. Me costó mucho, nuevas espinas me herían al ver que no venía aquel que tan bien me comprendía a mi alma. Procuré esconder esto. Comprendía todo. En la despedida, no sé decir que dolor, que golpe tan profundo. Sentí en mí una santa nostalgia por el robo que me habían hecho, por las maldades de los hombres. Todo entregué a Jesús, para todos pedí perdón y su divino Amor. ¡Voluntad de mi Dios, como te quiero y te amo!

Me sentí más fuerte y así pude continuar encubriendo con mi sonrisa el dolor que había en mi alma y que me hacía despedazar.

Jesús mío, todo por Vos. ¡Vos aún sufristeis más!