¡TODO COMENZÓ AQUÍ!
Octubre de 1955. Me encontraba desde hacía más de un mes en la
diócesis de Monreale, en Sicilia, haciendo una campaña
catequística en las principales parroquias; una semana en cada
parroquia, con dos o tres conferencias al día. El día 16, al
atardecer, terminada la semana en Carini, me llevaron a
Terrasini para comenzar la serie de conferencias al día
siguiente a las 8,30.
Celebré
la Misa muy pronto. Estando en la sacristía, mientras plegaba
los ornamentos, entró una señora que me saludó con el «Alabado
sea Jesucristo», a lo que respondí un poco contrariado, porque
pensé que se quería confesar y yo tenía el tiempo contado. Le
dije entre dientes: «¡Vaya al confesionario, que voy
enseguida!». Pero la mujer añadió: «¡No quiero confesarme! Puedo
hablarle aquí mismo». Respiré aliviado. No sabía quién sería, y
tampoco ella me conocía, porque yo había llegado al pueblo la
noche anterior.
Con
actitud muy humilde, hablando en voz baja, me dijo: «Mientras
usted estaba celebrando ha venido la Virgen María y me ha
encargado que le diga esto: que Alejandrina ha muerto y ya está
en el Cielo. Yo no sé quién será esa Alejandrina; usted lo
sabrá. Pero la Virgen ha dicho eso. Es más, ha añadido: ‘Dile al
Padre que no se quede triste, porque Alejandrina está cerca de
él’. A estas palabras de Nuestra Señora, he visto en la espalda
de vuestra reverencia una paloma blanquísima. Finalmente,
mientras usted estaba inclinado sobre el altar para dar la
bendición al pueblo, la Virgen le ha puesto la mano en la cabeza
con algo que no distinguí bien, y añadió: ‘Duerme, duerme, hijo,
hijo mío, que un gran trabajo te espera’. Luego, todo
desapareció».
Dicho esto, la mujer desconocida saludó y se fue. Yo no sé qué
cara puse... Pero sé que la noticia fue como un mazazo en la
cabeza y que saludé a la mujer con un gracias bastante amargo.
Durante tres días aquel anuncio me martilleó en la mente y me
atormentó el espíritu. Me sorprendía el hecho de que ni el
médico, ni Deolinda, la hermana de Alejandrina, o algún amigo de
Portugal se hubieran tomado la molestia de comunicarme la
dolorosa noticia. Yo creía merecérmelo, por todo el interés y el
afecto que había dedicado a la causa de Balasar (pueblo de
Alejandrina).
El
correo del jueves, día 20, me trajo una carta del salesiano Don
Ismael de Matos, que había sido remitida por avión a Turín y
desde allí me la enviaban a Terrasini. Me comunicaba: «Vuelvo
ahora del funeral de Alejandrina que ha sido un verdadero
triunfo. He pensado mucho en usted y le adjunto una estampa que
hice tocar en las manos de la difunta, para que la conserve como
recuerdo...».
Me
dirigí entonces al párroco que comía conmigo y le pregunté si
por casualidad el lunes anterior había visto a aquella señora
que había hablado conmigo en la sacristía: de pequeña
estatura... cabellos grises... aspecto modesto y humilde... con
un chal negro.
Los
datos eran insuficientes para identificarla. Él entonces me
sugirió: «Mañana, al dar la comunión, mire a ver si la reconoce.
Es la única forma de averiguar algo».
Naturalmente, al párroco no le expuse el motivo de mi
curiosidad. Le dije sólo que necesitaba hablar con ella para que
me explicase algo que tenía relación conmigo.
Al
día siguiente, viernes, puse toda mi atención para identificarla
y tuve la impresión de haberla reconocido. La seguí de reojo
mientras iba a arrodillarse en un rincón junto a la estatua de
un santo cuyo nombre no recuerdo.
Al
regresar a la sacristía, recordé al párroco la conversación del
día anterior y le indiqué la señora: «Me parece que es aquélla;
está arrodillada en aquel rincón». Me contestó: «Esa es Antonia
Aiello... ¡Una alma hermosa!».
«A
mí me importa poco que sea un alma hermosa o fea –dije yo–.
Necesito hablar con ella. ¡Tenga la bondad de llamarla!».
Así
lo hizo y él se quedó en la iglesia para que pudiéramos
conversar con libertad.
No
me había engañado: era ella; así me lo aseguró cuando se lo
pregunté. Le rogué me repitiera lo que me había comunicado; me
narró todo usando las mismas palabras, y añadió: «Pero ¿quién es
esa Alejandrina?».
«Desgraciadamente ahora no tengo tiempo porque dentro de veinte
minutos doy una conferencia a los maestros de escuela. Si no
vive usted lejos, mañana sábado, de una a cinco, puedo ir a su
casa y explicárselo todo». Y así lo hice.
En
el viaje de regreso a Turín me vino la idea de escribir la
biografía de esta hija espiritual mía; cosa que he podido hacer
en el período de ocho meses. La biografía se tradujo muy pronto
al portugués; ya se han impreso cuarenta mil ejemplares. De ella
sacaron noticias (los medios) en diversas naciones.
El
trabajo que presento ahora a los lectores hace referencia a
diferentes escritos de la sierva de Dios y a noticias que forman
parte de su vida y del proceso diocesano para su beatificación
y canonización. Si Dios quiere, llegará pronto a los altares.
Se
me podrá peguntar por qué me he animado a presentar este perfil
si ya existe la biografía.
Por
dos razones: en la biografía tiene una parte preponderante la
reflexión sobre la evolución mística de la sierva de Dios. Urgía
un perfil anecdótico con finalidad divulgativa.
En
segundo lugar, al haber pasado ya treinta años y habiendo
desaparecido los adversarios de la sierva de Dios, era necesario
sacar a la luz particularidades históricas a las que, por
prudencia cristiana, se había hecho sólo alusión. Ya no hay
ningún motivo para seguir sacrificando a la que ya lo fue en
vida y tan dolorosamente.
Aún ateniéndome a las
estrictas reglas de un perfil anecdótico, no será difícil ver
cómo los santos – y también Alejandrina – son en realidad
descubridores de Cristo y nos revelan su esplendorosa belleza y
su infinita amabilidad.
Se lee en la Lumen Gentium: «En la vida de
aquellos que, siendo hombres como nosotros, se transforman con
mayor perfección en imagen de Cristo, Dios manifiesta al vivo
ante los hombres su presencia y su rostro» (n. 50).
Y añado, para colmo de alegría, que en
Alejandrina, como en todas las almas elegidas, nos encontramos
con la presencia de Aquélla que es madre, maestra, modeladora
sapientísima de toda santidad, la Virgen María.
Cuando se descubre un santo, experimentamos el deseo de
conocerlo, de oírle hablar, de hablarle. Es todo lo que deseo al
lector de este mi humilde trabajo. |